sábado, 22 de junio de 2013

El mapa y el territorio

Realmente, puedo comprender por qué a los franceses no les cae bien Houellebecq. Es seco, vehemente, áspero, amargo. No le da rodeos a las cosas y suele golpear en sitios donde duele. Ahora bien, creo que por encima de lo complejo de su dimensión personal y pública, es una mente lúcida. Y la lucidez es una cualidad escasa que debemos cultivar, especialmente en estos raros tiempos que corren.

El primer contacto que tuve con Houellebecq fue hace ya más de diez años, durante la temporada que estuve en Alemania. Entonces me entretuve con su Ampliación del campo de batalla por recomendación de Babelia, de quienes regularmente me he fiado, y su lectura fue profundamente chocante. Porque aunque me había entrenado, por así decirlo, con la crudeza de un Pedro Juan Gutiérrez, o con la perturbadora percepción de la realidad de Leopoldo María Panero, no había encontrado aún quien me trasladara esa amargura al verdadero mundo de plástico en que vivimos, y que nuestro querido Miniurgo viene caracterizando desde hace tiempo como la fofa Europa.


El mapa y el territorio muestra a nuestra fofa Europa vista a través de un PoNi francés con talento, nacido no casualmente el mismo año que nosotros, de nombre Jed Martin. No dándole trascendencia a lo que hace, Jed se encuentra en el sitio preciso y el momento preciso para verse encumbrado en la escena internacional del arte con cuadros surrealistas, del tipo de los Garabatos Pop con que nos obsequia regularmente Miniurgo, de títulos como "El ingeniero Ferdinand Piëch visitando los talleres de producción de Molsheim", "Damien Hirst y Jeff Koons se reparten el mercado del arte", o "Bill Gates y Steve Jobs hablando del futuro de la informática (la conversación de Palo Alto)".

El éxito es razón de más para que Jed ratifique su nihilismo, que suele ser directamente proporcional a lo que cualquiera que no es PoNi identificaría como bienestar. A Jed no le importan los personajes que se le cruzan, pero tampoco se entretiene en utilizarlos. Se entrega a ellos directamente, de forma intensa, y con languidez, pasado el tiempo, se separa. Da igual que sea Olga, su pedazo de pibón rusa, que sea el mismísimo Carlos Slim, o el propio Houellebecq, que toma forma en el relato para repartir a diestro y siniestro junto a un universo de personajes en el que se confunde la realidad con lo imaginado, en coherencia con el título del libro.

Pienso que, queramos o no, esa manera pomela y nihilista de mirar el mundo no es patrimonio de unos cuantos, sino que es un estado de las cosas en el que hemos de fluir, medio en el que estamos inundados y en el que tal vez los PoNis no mostremos más que una manera particular de mimetizarnos. Por eso me acerco a la empatía que Houellebecq me ofrece por encima de su estilo descarnado: la que muestra cuando habla de las funciones chungas que toda cámara de fotos debería incorporar entre sus programas automáticos, cuando analiza el territorio a partir de la observación de un mostrador de gasolinera, o cuando habla del carácter de las personas y el tiempo a través de la voz y la expresión de los ojos.

Hacía tiempo que no me reía con un libro. Por eso, Michel Houellebecq, gracias por esta obra de arte. Buen manual de instrucciones para seguir fluyendo.

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